lunes, 25 de noviembre de 2013

"Si tiras demasiado de la cuerda..."

"Si tiras demasiado de la cuerda, se rompe"
Así de simple. Nos lo habrán dicho millones de veces, y parece que no lo entendemos del todo. Quizás porque confiamos demasiado en su fuerza, quizás porque nos importa una mierda si termina hecha añicos. "Es lo que tenía que pasar", diremos. Al fin y al cabo, ¿para qué quiere uno una cuerda? Para nada. Y si la vuelves a la necesitar, vas a la ferretería y te compras otra. No es más que eso. Un trozo de material que no sé describir, reemplazable, igual a otros. Hay metros y metros de cuerdas en el mundo, la tuya no es diferente por mucho cariño que le tengas por llevar jugando, saltando y disfrutando con ella media eternidad.
"Si tiras demasiado de la cuerda, se rompe" - Te dicen.
Y sigues tirando. Como quien piensa que todo es cuestión de destino. Como quien no entiende que no lo que no sobrevive muere. Como quien no le tiene miedo a la muerte, como si no supiera que la muerte es el fin del mundo. A todos nos gusta el mundo incluso cuando estamos rodeados de lágrimas. Las lágrimas pueden ser bonitas cuando entendemos que sentir es una puta maravilla, el mejor regalo que nos han hecho nunca. Y entonces lloras, y entiendes que el origen de ese dolor es el ser consciente de que la jodida cuerda está cada vez más tensa, y se va a romper, y tú te vas a quedar con un "es lo que tenía que pasar" entre las piernas. Porque es lo que tenía que pasar. Porque los muros son muros y cuando a uno se le agotan las ganas de saltarlos, te impiden ver lo que está al otro lado. Y lo que es más importante, te impiden tocarlo. Y entonces te das cuenta de que no pasa nada, porque en el lado en que te encuentras también hay cosas que merecen la pena. Aunque sigas preguntándote "qué hubiera pasado si...", aunque no sirva de nada. Pero no vamos a engañarnos. Se aprende a vivir viviendo. Y que algo salga mal doscientas veces no implica necesariamente que vaya a salir mal siempre, pero sí que existen muchas posibilidades de que así sea.
"Si tiras demasiado de la cuerda, se rompe"

Tira, tira, tira... 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Uno de Septiembre.

Un septiembre más. Un septiembre más para decir adiós a un verano que siempre empiezo a degustar cuando a penas quedan migajas de lo que podría haber sido. Los rayos de sol se van y entonces, sólo entonces los echo de menos. Atrás quedan los días en los que deseaba adelantar el reloj, recuperar la rutina y mis costumbres que consiguen situarme en una franja de seguridad tan peligrosa como adictiva. Y como cada septiembre comienzo el ritual: esa cita con el armario en la que, además de ordenar la ropa pienso en la vida. Sí, en la vida. Porque a veces la cotidianidad no es más que una metáfora de cosas demasiado abstractas que nosotros mismos no sabemos materializar, pero ahí está la realidad para enseñarnos que un jersey no es tan diferente a una persona. Sí, sí, habéis leído bien. Ya sé que los jerseys ni sienten ni padecen, pero al fin y al cabo muchas personas tampoco parecen hacerlo. O sí lo hacen, pero no sabemos comprenderlas. Quizás con los jerseys nos pase lo mismo. Lo dicho, que no somos tan diferentes. Empieza un curso nuevo y necesitamos dejar espacio para el futuro, porque nadie aguanta el peso de ir demasiado cargado por la vida. Y entonces seleccionamos qué es aquello de lo que podemos prescindir y de lo que no, no es tan complicado.
Empiezo por el armario de las prendas de abrigo. Y es que tiene sentido empezar por él ahora, cuando aún quedan al menos un par de semanas para empezar a convivir con la lana y el poliéster. Es como si al decir adiós a una chaqueta fuese a doler menos, porque al fin y al cabo hace tiempo que no nos vemos y estoy acostumbrada a su no-presencia. No está impregnada de recuerdos vivos y, por lo tanto, puedo tratar de olvidar que me daba calor, que me sentía a gusto bajo sus tejidos, que me calentaba como nadie. Parece que cuando los recuerdos son seres inertes duelen menos, que son menos reales, y si quisiéramos cerrar la puerta, sin duda sería el momento de hacerlo. Decidme vosotros a mi quién se despide de sus ojos justo después de verlos, ¿quién? pero... bueno, yo estaba hablando de ropa. Volvamos mejor a las chaquetas.
Empiezo la selección y descarto sin titubear algunas prendas: las que ya no se llevan, las que ya no me gustan y las que nunca me gustaron pero las adquirí porque estaban en esas secciones que parecen merecer la pena, pero en realidad no. Vuelvo a colocar en la estantería aquellas que me enamoraron a primera vista y siguieron haciéndolo cada día más, al encajar perfectamente en mis pechos y encontrar en mis faldas la mejor compañía con la que quedarse a vivir. Y ahí, en el suelo, se queda ese montón de prendas que si la indiferencia existiera podrían perfectamente llamarse así. Los suéteres que prometían mucho, esos que me gustan pero nunca encuentro el momento de utilizar. Y pienso en guardarlos todos, o en no guardar ninguno, o mejor aún en encontrar un término medio y quedarme con unos pocos pero... ¿con qué pocos? ¿Qué criterio de selección utilizar para elegir entre una masa homogénea, tratando de no dejar de lado la justicia? ¿Cómo saber si decir "adiós" o "quédate"? ¿Por qué no los tiro todos si sé perfectamente que podrías vivir sin ellos? ¿Podrían vivir ellos sin mi? ¿Importan a caso los sentimientos de algo que, para mi, es materia inerte? Importa. Porque sino, no estaría aquí. No estaría aquí mirando este jersey como quien mira a algo a lo que ha cogido cariño sin saber muy bien por qué, sin motivo aparente ni razón lógica. Como a quien le duele tirar una prenda que nunca utiliza pero joder, qué bien hace estando ahí en el armario ocupando un sitio que podría ocupar otra cosa. Entre tanta divagación he conseguido inconscientemente llenar la bolsa de basura hasta que sólo queda uno, este, el primero. El que llevo mirando desde que tenía ante mi una masa homogénea de la que por casualidad, destino, azar o alguna palabra que aún nadie ha inventado cogí justo este, el que ahora tengo entre mis manos. Guardo el jersey. Cojo el teléfono. "-¿Cómo estás?" Ya encontraré una excusa para utilizarlo cuando llegue el invierno.

lunes, 26 de agosto de 2013

Estoy pensando en lo que dijo Sandra.

Nunca he pensado cómo empezar a escribir un texto, quizás porque para mi la escritura siempre ha sido como otra forma de desangrarme. Me explico. No sé cuándo fue la primera vez que escribí algo más allá de una de esas redacciones de colegio que casi todo el mundo detesta, probablemente fuera incluso antes de que llegaran esas redacciones. Desde pequeña escribía mis pensamientos en diarios, folios, papeles o libretas que, muchas veces, terminaba perdiendo u olvidando en cualquier rincón de mi habitación. No tenían una importancia inmensa y casi nunca releía, pero lo hacía porque necesitaba hacerlo. Escribo porque a veces no entiendo las cosas, porque las palabras me ayudan a ordenarme, porque me resulta más fácil identificar sensaciones que sentimientos. Escribo porque necesito expresarme y algunas veces no encuentro otro modo de hacerlo. Y podría seguir dando una inmensa lista de motivos por los cuales escribo, pero todos ellos se pueden resumir en uno: escribo porque respiro.
Sin embargo, esto casi siempre fue una faceta oculta. Nunca le dije a nadie "Ah, pues a mi me gusta escribir". No sé si por miedo al fracaso, a la vulnerabilidad o al simple hecho de que dejase de ser algo tan personal y tan puro si me decidía a exponerlo en voz alta. En realidad, no sé qué ha cambiado, pero ahora no me importa decirlo: me gusta escribir. Hace algunos años, gracias (o por culpa) de las redes sociales, empecé a "publicar" cosas que yo misma escribía. Y entonces descubrí que había personas, conocidas y desconocidas, a las que les gustaban mis palabras. Personas que decían que les había ayudado, que les encantaba leerme. Personas que se leyeron años enteros de mi vida en tan sólo un fin de semana. Eso siempre me ha hecho temblar un poco, pero en cierto modo se ha convertido en otro de los motivos por los cuales escribo. Siempre lo he pensado y ahora lo digo: el arte cambia el mundo, escribir es un arte, ojalá yo pudiera cambiar el mundo utilizando la escritura como arte. Porque no sé hacer otra cosa, y porque tampoco quiero saber.
Hasta ahora nunca me he esforzado por escribir bien: solo vomito palabras. Supongo que es necesario ese esfuerzo, pero estoy acostumbrada a que algunas cosas se me den bien por defecto y otras sean grandes montañas imposibles de escalar. Sea como sea y aunque no sé muy bien cómo se hace, me gustaría poder esforzarme en esto. Al menos, eso intentaré. Para seguir con mis métodos anteriores utilizaré otros lugares, pero aquí todo ha de estar más cuidado.
Antes de despedirme me gustaría explicar que el título no es algo aleatorio. Volviendo a la época en que empecé a escribir públicamente, he de hacer hincapié en una persona en concreto, en una de mis mejores amigas: Sandra. Recuerdo aquellos años como algo cercano y a la vez lejano. Entonces yo era (incluso más) hermética. Sandra fue una de las primeras personas con la que pude dejar a un lado mi incapacidad de comunicación. En cierto modo, hablar con ella siempre ha sido algo natural. Por otro lado es quien más ha disfrutado leyéndome. Quien me ha pedido que le escribiese historias de amor una y otra vez y ha tenido siempre un elogio en la boca para regalarme el oído. Y lo mejor de todo es que siempre he sabido que jamás me mentiría, ni en eso ni en nada. De algún modo sé que cada vez que trate de escribir algo con algún fin más allá del personal pensaré en ella. Este blog es parcialmente por y para ella.
Y ya está. Que dicen que me extiendo demasiado, y eso en una presentación no debe de ser bueno. Me despediría de manera cordial, pero tratándose de mi es más sincero no decir adiós, ya que al fin y al cabo pienso volver.